Testigo … de parto
Se ha comentado mucho estos días en los que esperábamos el nacimiento del hijo de la Duquesa de Cambridge, la costumbre de que las reinas den a luz en público. Es un asunto que nos ha llamado mucho la atención desde siempre. Parir delante de gente que ni te va, ni te viene, pone a la mujer a la altura de las vacas que era más o menos lo que, en verdad, se esperaba de ellas. Cumplir con su obligación de dar hijos a los hombres. Punto pelota.
De algunas reinas españolas hay abundante bibliografía “ginecológica”, de manera que se puede consultar casi todo lo escrito sobre partos, lactancia y puerperios reales y habría material suficiente para varias entradas al blog, pero, para no aburrir, aquí va un pequeño resumen del origen de la costumbre y algunas curiosidades, al respecto, de tres reinas españolas: Isabel de Castilla, Juana, la Loca y la emperatriz Isabel.
La costumbre, de origen castellano, viene de los tiempos de Pedro el Cruel, rey de Castilla y León (1334-1369), hijo de Alfonso XI y de María de Portugal. Era un rey odiado -y sobre todo, temido- porque, decían las malas lenguas, que no era hijo del rey, pues su madre había dado a luz una niña y, amenazada de muerte por su marido si no le daba un heredero varón, había sustituido a la hija legítima recién nacida, por un varón…¡hijo de judíos!
Así pues, se instauró la orden de que las reinas pariesen ante un público escogido y fiel, para evitar cambiazos.
Isabel la Católica, cumplió con este ritual poniendo como condición que se cubriera su cara con un velo: ocultaba así su vergüenza y de paso, no dejaba ver los gestos de dolor que le provocaban los partos.
Para el nacimiento de don Juan en el Alcázar de Sevilla, el rey nombró como testigos a García Téllez, Alonso Melgarejo, Fernando Abrego y Juan de Pineda. Y la misma reina “enviaba decir y mandar (al cabildo municipal) que diputasen dos o tres caballeros regidores de la ciudad, para que con el escribano del dicho cabildo estuviesen al parto de Su Alteza, con otros grandes caballeros de su reino que a ello debían de estar presentes” (Sandoval).
Juana I de Castilla, Juana la Loca, no tuvo tiempo de someterse a la tortura de parir en público: estando en una fiesta celebrada en Gante en honor de su marido, Felipe el Hermoso, se sintió indispuesta y hubieron de llevarla a un “excusado” donde nacería el Emperador Carlos I de España y V de Alemania.
La emperatriz Isabel, mujer de Carlos I, dio a luz en el palacio de don Bernardino Pimentel de Valladolid en mayo de 1527 -no sin haber hecho testamento antes, por si las moscas- al que sería Felipe II. El parto fue largo y laborioso pero se cumplió la normativa protocolaria en todo momento: se apagaron los candelabros, dejando sólo los imprescindibles; se tapó la cara a la reina y aunque las mujeres que la asistieron –doña Quirce de Toledo y doña Leonor de Mascarenhas– le aconsejaron gritar y no soportar el dolor sin quejarse, ella se consoló pensando que sería un chico, que es lo que deseaba el emperador.