Almidonar, encañonar, planchar
Decíamos en nuestro post del miércoles pasado en el que os recomendamos un libros sobre la jerarquía y la servidumbre en las casas británicas que:
«De la doncella de cámara dependían las sirvientas inferiores: doncellas, lavanderas, lecheras y criadas para todo.»
Y nos dejamos en el tintero un oficio femenino muy duro: el de las planchadoras. Así que para rematar, vamos a dedicarle la entrada de hoy a estas mujeres.
Planchar era cosa fina
Queda claro, para empezar, que la ropa se lavaba y además se planchaba. Hemos leído en varios blogs y en webs que desde la antigüedad llevar ropa planchada era un lujo y un objeto de deseo. La tela estiradita era muy apreciada.
» Los antiguos egipcios procesaban las piezas de lino, introduciéndolas en una sustancia de agua con harina y la mantenían al exterior, con los pliegues marcados para que con el calor del sol se ‘plancharan’. Los griegos usaban una barra de hierro cilíndrica calentada, similar a un rodillo, que pasaban sobre las ropas de lino para marcar el drapeado. Dos siglos más tarde, los romanos ya planchaban y plisaban con un mazo plano, metálico, que literalmente martilleaba las formas deseadas en las túnicas y mantos.»(1)
Avanzando en la historia, encontramos referencias a las planchadoras hacia el siglo XV: la caja caliente que tenía un compartimiento donde se metía carbón ardiendo o un ladrillo previamente calentado al fuego. Ese era, sin embargo, el modelo de las que gozaban de buena posición económica. Los que no la tenían utilizaban planchas de hierro con mango, que se calentaban sobre la chapa de las cocinas de leña o carbón. Este tipo de planchas se han utilizado en todo el mundo hasta entrado ya el siglo XX. Rara es la familia que no conserve o haya visto en sus casas estas piezas que hoy se utlizan para decorar.
El oficio de planchar
Aunque asociemos a las mujeres de bajo nivel social con el oficio de planchadora no hay constancia de que fuera siempre una tarea de la servidumbre femenina. Posiblemente, con el paso de los tiempos, el desarrollo de las diferentes civilizaciones y los cambios en las costumbres higiénicas, aumentara la demanda de estas profesionales de forma que acabara en manos de las mujeres, que eran muchas en el servicio doméstico y muy necesitadas. Una criada para todo que pudiera aprender a planchar, mejoraría, sin duda, su nivel económico y su aceptación dentro de la jerarquía de la servidumbre. Es difícil ponerle fechas pero se ha podido documentar la plancha como asunto doméstico tanto en la Europa del Renacimiento como en China.
A planchar no se aprendía en la escuela de oficios. Eran las propias planchadoras -a las que se llamaba planchadoras de blanco– las que iniciaban en el oficio a sus hijas para así darles así la posibilidad de ganarse un salario. Bajo siempre y también en condiciones lamentables pero más digno que el de tener que vivir de la calle o de la caridad. Las muchísimas horas que pasaban de pie, el calor y el vapor que se generaba para planchar, las quemaduras frecuentes por el manejo de planchas y otros instrumentos de trabajo hacían del oficio uno de los más duros.
A mediados del siglo XIX la demanda de una burguesía en expansión con nuevos hábitos y costumbres requirió de mucha servidumbre y servicios que hasta entonces eran exclusivos de las clases poderosas o de las monarquía. Crecieron el número de personas dedicados a los oficios más diversos, entre ellos, lavanderas y planchadoras. Y se crearon negocios dedicados a lavar y planchar. Leemos en la web oficios tradicionales de la Diputación Foral de Guipúzcoa que:
«A finales del siglo XIX y principios del XX, era habitual que los hoteles y familias veraneantes encargaran el planchado de la ropa a terceras personas especializadas en esta actividad, que en ocasiones, como ya lo hemos señalado anteriormente, lo llevaban a cabo junto con el lavado. En el padrón de San Sebastián de 1871 estaban inscritas un total de 17 planchadoras y en el de 1912, transcurridos cuarenta y un años, el número se elevaba a 29. La demanda de estos servicios dio lugar a la creación de algunos talleres de planchado que empleaban, cada uno, a varias mujeres.»
Almidonar y encañonar
Estas dos técnicas, que diríamos hoy, van unidas a la tarea de planchar. Nos quejamos de la pesadilla de planchar camisas o sábanas y nos olvidamos que los tejidos actuales, tanto de las unas como de las otras, tienen ya un alto contenido de fibras sintéticas que facilita muchísimo el planchado. Pero no hay más que pensar en telas de algodón puro, de lino o de hilo -que eran las favoritas por su calidad de las clases altas y privilegiadas o de los más acaudalados- para imaginar la tortura de calor y vapor que era desarrugarlas…
Y no sólo alisarlas. Muchas piezas, además, se almidonaban y otras muchas, encima, se encañonaban. ¿Qué es eso? Encañonar, según el diccionario de la lengua es: componer o planchar algo formando cañones (5ª aceptación). Mientras que almidonar -que nos suena algo más cercano- sólo es mojar la ropa blanca en almidón desleído en agua, o cocido, para ponerla blanca y tiesa.
Se almidonaban cuellos, puños, pecheras, camisas, enaguas… Se encañonaban encajes, faldones, mantos de cristianar, ropa de cuna, colchas… que antes se habían almidonando sumergiendo la prenda en barreños en los que se desleía el almidón, generalmente de arroz y se habían planchado. Estas labores requerían de auténticas expertas. Había que saber cogerle el punto a la mezcla: la prenda podía quedar excesivamente tiesa. Había que saber manejar las tenacillas o tenazas calientes con las que se formaban esos cañones porque se podía quemar la tela.
Puede parecer antiguo, pero aun se llevan prendas a encañonar a las lavanderías de cierto nivel.
¿No os suena?
Hoy, de nuevo, vuelve a ser un lujo. Pero al menos pagamos a las tintorerías o lavanderías especializadas algo más de lo que entonces se pagaba a las mujeres que se dedicaban al oficio.
Fotos: planchadoras; tenazas; encaje encañonado; faldón; plancha sencilla de hierro; plancha de carbón: portada)
(1) Blog Vestuario Escénico: mayo de 2013